De mi libro "Retazos del alma", traigo hoy esta poesía. En nuestra casa de calle Berón de Astrada teníamos un fondo muy grande, y entonces cada vez que llegaba un retoño, junto al "abuelo Enrique", mi vecino, plantábamos un árbol. Así creció un ceibo por Jeremías, un palo borracho por María Belén y un jacarandá por Ana Paula. Un día, el abuelo me dijo: "tenés que hacerle una canción a tus hijos y los árboles". Una noche, muy cerca de una Navidad, lo llamé al abuelo Enrique y le canté la canción; recuerdo que me dijo: "está preciosa, no le cambies ni le aguegues nada".
Tres hermosos hijos
en tiempos distintos nos trajo la vida,
llegó en un noviembre
de la larga espera, Pablo Jeremías;
por él, en el patio,
planté con mis manos un ceibo costero,
para que él descubra
rumores de río que en el alma llevo.
Pensando en la Virgen
y en aquél Belén que a Jesús dio abrigo,
para nuestra niña
por ella un diciembre
un palo borracho también fue plantado,
para que en el tiempo
los dos florecidos fundan sus rosados.
Después fue Ana Paula,
la dulce alegría, la voz cantarina,
que llegó en octubre
el mes de las madres, el mes de la vida;
por la más pequeña
el árbol más grande le entregué a la tierra,
un jacarandá
se trepa en azules y al cielo se aferra.
Señor de la Vida
quiero darte gracias por tanta ternura.
Los hijos creciendo
igual que los árboles buscando la altura;
ayer en el patio
el andar inquieto de sus pasos lentos,
hoy de alas crecidas
intentan de a ratos algún vuelo incierto.
Y hoy tiene mi vida
la dulce mirada de mi compañera,
y los tres retoños
que entibian el alma y alivian la pena;
y cuando los veo
buscando en el nido nuestro manso abrigo,
siento como el árbol
la sana alegría de estar florecido.
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