LOS ANTIGUOS DUEÑOS DE LA TIERRA
Y cuando los hombres de metal llegaron y les preguntaron quienes eran, ellos respondieron: nosotros somos los “chonik”… los hombres… Pero los hombres barbados no hicieron caso y les llamaron: “charrúas”. ¿Y qué quiere decir: “Che arrúa”?, “los que van al frente, los que dan la cara, los que pelean”.
Y de un lado estaban los indómitos charrúas, del otro los alfareros chanás y los mocovíes, y los guaraníes: fenicios de nuestras aguas.
Todos los pueblos se autodenominaban “hombres” o “gente”. Del norte, del sur, de los pehuenes, de los lagos, de las totoras del agua (nosotros), de las llanuras, del desierto, de la montaña, del mar. Hombres, así de simple. O gente.
Ellos fueron nuestros pueblos, libres como el viento costero, hiladores de sueños, corazón de barro. Pero por sobre todo fueron dignos, magníficamente dignos y valientes.
Ellos tuvieron la suerte y la mayor desgracia: vivir en un paraíso, la gran isla verde en la que desembocan los dos ríos por donde se despojan hasta hoy nuestras riquezas.
Eso, definitivamente, selló su suerte.
Ha corrido el tiempo. Siglos y siglos andados, y un río fugitivo y andariego recupera para la historia de los hombres aquel viejo cacharro de barro. Por su boca ancestral parece estallar un canto aborigen sojuzgado y acallado. Una canción de silencio y muerte. Una canción de robo, lujuria y sangre. Una canción que nos habla de un quillapí ensangrentado, de un bramido silenciado, de un corazón bravío destrozado. Una canción con sabor a pólvora y ruido de sablazos…
Al fin, una canción que estremecida de plumas nuevas, nos recuerda un genocidio atroz, callado pero no olvidado… Una canción que nos habla de los “che arrúas”, “los que van al frente”, los que eligieron morir libres antes que vivir sojuzgados… Una canción que cuenta de los emplumados, muertos, degollados, exterminados y los otros, los de un corazón de metal.
Estaba casi escondida en la arena,
guardaba un corazón viejo y dolido.
Sentí un añejo dolor escondido,
un río cansado me habló de su pena.
Al acunarla, mis manos temblaron.
De abuelos indios escuché latidos.
Descubrí nombres que creí perdidos,
antiguas voces por su boca hablaron.
Chaná y Timbú. Mocoretá y Mocoví.
Bravos Charrúa y Minuán. Y el Guaraní,
antiguos dueños de todo lo creado.
Hoy la vieja vasija me ha contado
el sol, el cielo y esta tierra amada,
supieron de su grito una alborada.
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