EL CENTAURO
Roberto es jinete famoso. Alto, fino, cimbreante, con algo de lanza y un brillo de cuenta india en los ojos obscuros. Tiene estampa de caballero andante. Su fama inspira a los payadores. Al verle jinetear quedan de boca abierta las guitarras.
Muchas veces se sienta en la maroma del corral, espera la salida de un potro crudo, salta en “pelos” se afirma en las rodajas y tiene que agacharse para no tocar el sol. Solo pide campo y bagual; así luchan el vigor de un potro y el vigor de un Kennedy.
Hay fiesta en el pago. Los justadores hacen prodigios con lazos, boleadoras y nazarenas. El número sensacional está a cargo de Don Roberto Kennedy. Tres peones tienen un “reservao”. Es el caballo de “mandinga”. Bachiller en corcovos. Astuto como indio y violento como un terremoto. Sus mentas de indomable igualan a las del domador. Nadie ha podido con él.
El Centauro va a probar ése “cimarrón”. Se hace silencio.
- “Cuánto bolee la pierna nomás” – dice a los peones – lárguenlo.
No quiere estribar, ni necesita. Cuando él jinetea, los estribos juegan libremente, chocan sobre la “cruz”; le aplauden.
Ya está “horqueteao”. Clavan los dos “abrojos” en las paletas. Crujen los corvejones y empieza el duelo. No hay en los dos, tendón que no tiemble. Los esculpe el esfuerzo. Aquel bellaco tiene al diablo en los ojos enrojecidos, un rezongo de perro en las narices y resortes de felino en las patas. Trata de morder al jinete; fracasa; y se muerde le pecho. Abanica el aire. Ahora es un ovillo. Enseguida levanta la cabeza, llameante: desafía al enemigo. Ve caer el rebenque; esquiva, dispara: si Roberto le toca en el freno, se vuelca. Cuando Kennedy levante el brazo para castigarle en la paleta, gira, se acuesta, culebrea y el rebencazo castiga los yuyos. Busca y encuentra “desabridos” nuevos. Tira dentelladas a las rodajas, se desangra y no cede.
Desde la cresta de esas marejadas, Kennedy le conversa. Le anima. Le suplica que no se acobarde. Hasta afloja un tanto los muslos para que resuelle. El “reservao” responde hundiendo la cabeza entre las manos duras. Se clava. Parece mascar el campo. Enseguida se tiende a disparar. Torna a convertirse en piedra y rebota. . . rebota. . .
De pronto se yergue, rampante, vertical, va a volcarse. No puede “basurear” pero puede aplastar al jinete. Al ver que la muerte se le echa encima, ese hombre aflojará las piernas. Es el momento: en lugar de caer, el potro salta y con un pantallazo aventa al jinete. Más Kennedy tiene algo de potro también. Formaba parte del noble del centauro. Prefiere morir, a caer. Además, presume la treta; en vez de aflojar, hunde las espuelas. Sus muslos se cierran. Asfixian al bruto. . .y continúan peleando.
Ahora va horquetado en el costillar. Luego, en las cruces. La bestia ondula, se arrastra, quiere limpiar en los pastos al enemigo. El pantalón blanco de Kennedy está manchado de sangre desde la entre pierna a las rodillas.
Después la tormenta decrece. . . la sierra se hace loma. . .el domador empieza y el “reservao” se acaba. Suda sangre. Tiembla.
Roberto está desilusionado, tenía grandes esperanzas con ese arisco. Hace tiempo que busca ansiosamente un bellaco de ley. Necesita probarse; saber si donde cae muerto de fatiga un bagual aún cae parado como un Kennedy.
No oye los aplausos de los circunstantes. Se apea del “reservao”. Lo mira con lástima y pregunta:
-“¿Quién ha dicho que sos potro?”
De los tres hermanos Kennedy, Roberto es el que tiene aspecto de más criollo: un cacique vigilante, paseando su mirada de águila sobre el Paraná.
Usa chambergos aludos. Lleva el ala de mosquetero sujeta con el alfiler del viento. Tiene en la cintura elasticidad de rama joven. El pulso firme. Sereno el corazón.
Y a flor de labio, en todo momento una agudeza criolla.
(Continuará)
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