"EL PORTEÑO"
A veces, resucito aquellos días
y la oscuridad de los olvidos, y los apuros de la rutina diaria,
se hacen a un lado por un instante
y recupero esos momentos de la dulce infancia,
de viento y barrilete, de trompos y bolitas,
de tas y pisingallo… de azucena y río…
La madre que desde la puerta de la vieja cocina
y aún con el delantal puesto nos mandaba a dormir la siesta…
-Si má… vamos a dormir en los catres
aquí, bajo la sombra fresca de los paraísos-
Y cuando aquella mansa carcelera se dormía,
empeñándonos en no hacer ruido,
en imaginarios caballos de sueños y travesuras
cabalgábamos hacia las blancas barrancas.
Y entonces la magia de la siesta era nuestra,
no importaban las espinas del camino,
ni el sol clavando su puñal de fuego en las espaldas,
ni el rezongo y el castigo de la madre buena al volver a casa.
Y siempre, cada siesta, al llegar a la cuesta de la antigua bajada,
estaba él, sentado a la sombra del añoso ombú,
con sus ojos vidriosos y su sonrisa lastimada…
Era aún joven, pero al mirar su rostro,
parecía que los años se le habían acumulado de golpe,
y aunque era verano… presentíamos un otoño en su alma.
Algunos lo llamaban: “Milonguita”… para nosotros era: “El Porteño”
Al vernos llegar se paraba… recuperaba la sonrisa,
se le iluminaban los ojos y nos decía:
-Gurises, cuidado con la “solapa”, que se come a los niños que atrapa-
y se reía a carcajadas…
Entonces, nosotros deteníamos la marcha y le decíamos:
-dale “Milonguita” cantanos un tango-; y él, entonces,
abría los brazos y entre un coro de chicharras siesteras
nos decía: “Es la última copa de mi vida…”,
entonces se callaba y riéndose a carcajadas acotaba:
-bueno gurises, de mi vida no, de esta tarde…”;
-Chau “Milonguita” nos vamos al río… cuídate…”
Y allí quedaba, con los brazos abiertos, con sus penitas guardadas,
pero con una gotita de ternura en sus ojos enrojecidos…
Corriendo, buscábamos la senda mezclados con los duendes de la siesta…
Mientras bajábamos… escuchábamos su voz:
-Gurises, cuidado con la “solapa” que se come a los niños que atrapa…”,
y su carcajada nos acompañaba hasta llegar a la mansa orilla
donde el agua del viejo río besaba nuestros cansados piecitos.
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