AMANECER
Sobre el filo de la blanca barranca aparecen los primeros rayos. Allí está imponente, repitiendo su eterno y cotidiano andar; sus primeras llamas encienden el desparejo horizonte del monte. El arroyito, el “caballito pintado” de Don Linares, desconcertado busca y busca a su luna, gota de plata ahora ausente, y enceguecido por los nuevos reflejos se precipita en un galopar desbocado hacia el “Pariente del mar”.
Las sendas y caminos se pueblan de retacitos de niebla, una brisa infantil cae en cascada desde las humildes casitas costeras, imaginarias celdillas prismáticas que forman el panal del cielo, exprimen sobre el montecito entrerriano sus mieles que caen en forma de gotas de rocío. Un caserito desgrana en un resonante trino su temprano enamoramiento.
Como si apurara su paso un sol conquistador avanza implacable trayendo el regocijo de los seres vivos… El monte encendido de rojos y amarillos mira el cielo y sonríe… Y sostenida en ese sol inmenso, eterno, glorioso, la mañana se persigna agradeciendo al Creador ese paisaje desbordado de luz.
Emocionado, conmovido, atrapo en mis pupilas un poquito de esa inmensurable belleza. Cierro los ojos, me rindo ante la Creación y entrego una vez más mi alma arrebatada.
El día va trepando las barrancas,
se mira en los cristales del rocío.
Perfumes del verano sobre el río,
el sol entre las nubes viene en ancas.
Y en el verde profundo del follaje
florecen mansamente los rosados.
Cual bandera la costa ha levantado
la eterna plenitud de su paisaje.
Los árboles. Las aves y las flores
conjugan en la costa sus colores
con el tenue celeste del lucero.
Cae un ceibo, en un rojo se desgarra.
Pone el río un plateado de mojarra.
Y un azul de camalotes el estero
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