LA BANDA Y EL SULKI DE LOS DOMINGOS
Después de haber cumplido (muy a pesar nuestro) con la misa,
la noche cargada de magia nos traía de la mano hasta la plaza.
Ropa limpia, bien peinados, y en el centro nos esperaba La Banda.
Allí, en nuestra imaginación nos veíamos tocando el tambor,
la corneta, todos los instrumentos, menos el bombo grande,
demasiado pesado para nuestras pequeñas manitos.
Recuerdo que uno de mis juegos preferidos era llegar al centro de la plaza saltando
en un pie sin pisar las baldosas rojas, alguien alguna vez me había dicho:
“... las rojas son del Diablo”.
De vez en cuando suspendíamos la fiesta, (para nosotros era una verdadera fiesta)
y nos íbamos a dar una vuelta en el sulki. El sulki: un añejo y cansado carrito
y nos íbamos a dar una vuelta en el sulki. El sulki: un añejo y cansado carrito
tirado por un viejo pony. ¿Dónde habrán quedado el sulki y el pony?
¿Dónde las risas y los sueños que domingo tras domingo... cabalgaban en ellos?
Recuerdo, que mientras iba camino al sulki que tenía su parada frente a la casa parroquial,
mi padre me compraba un globo, un globo-conejo jugaba entre mis dedos
y parecía pedirme que lo eche a volar para correr entre las estrellas.
La idea siempre me gustó, largarlo que vuele, pero nunca lo hice,
es que domingo tras domingo, me costaba unas buenas lágrimas
y la complicidad de la sonrisa vendedora de “Tamalito”.
Después de dar unas vueltas, de saludar a todos los conocidos volvíamos al centro de la plaza. Allí, con el palo mayor de sueños en nuestras manos, encabezábamos el desfile final.
Tres cuadras saltando, bailando y al llegar a la esquina de Echagüe y Urquiza
le decíamos: “Chau Bandita... hasta el domingo que viene”,
Después, si era verano, el infaltable helado en lo de “Bamby”
nos endulzaba la noche.
Luego, lentamente, rumbo a casa, como queriendo alargar
las perezosas calles de mi pueblo.
Es que ya sabíamos lo que nos esperaba al llegar: el cuaderno, el lápiz, el libro,
esos números y letras que habían quedado durante todo el fin de semana
sepultados en el cajón del olvido. Venía el lunes, y esa palabra era sinónimo de escuela.
Otra semana de guardapolvo y cuadernos, de sumas y restas, y también
de las infaltables monedas en el bolsillo para los bollitos del recreo.
Ay! lunes, ¡cuánto te odiábamos!.
“De pronto la mañana tiene alas.
Se salpican las calles de palomas.
El aire se estremece de campanas,
con cierto resquemor el sol asoma.
Va un marzo deshaciendo sus valijas,
desgranando sus sumas y sus restas,
y juega entre los mapas y las tizas
esa tabla del seis que tanto cuesta.
La vieja campanita se ha encontrado
con su antiguo tañir desafinado.
Viene un marzo apurando las veredas…
Es tiempo del asombro y el reencuentro
y en el mástil, consagrando ese momento,
sacude sus arrugas… la bandera.
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