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lunes, 23 de agosto de 2010

DE MI LIBRO "ESTAMPAS DE LUZ"






INFANCIA


A veces, sobre todo cuando me invade la nostalgia regreso por un camino de recuerdos a los días lejanos de la infancia. Y vuelvo a encontrar las humildes callecitas de tierra de mi pueblo chico, pueblo de gente sencilla y costumbres sanas.

El mundo se detenía donde terminaba el pueblo y, cuando más, llegaba hasta donde alcanzaban nuestros ávidos ojitos.

Y al revivir aquellos dulces momentos vuelvo a encontrar silencios que creí perdidos. El de los montecitos a la siesta con un miedo de solapas en el alma. El del río a la tardecita quebrado a veces por nuestras piedras jugando al “sapito”. Mágicas horas de la infancia que tenían un sabor de travesuras compartidas, de lejanías soñadas, de eternidad…

Los montecitos daban su aroma de tréboles, de hinojos, que parecía flotar en la brisa que venía de la ribera y también nos daban la dulzura de pisingallos y taces. Si hasta la tristeza del silente cementerio parecía desaparecer cuando cabalgábamos sus intrincados senderos.

Nuestro cotidiano andar terminaba en los galpones abandonados de La Curtiembre. Allí estábamos hasta ese instante impreciso entre el día que se va y la noche que llega, momento al cual nosotros prolongábamos imaginariamente tratando de extender las horas de improvisados juegos.

Momentos plenos de misterios y de magia. Instantes imborrables que alentaron muchas veces el duro trajinar de mi vida y que aun hoy, cuando el río de la vida ha corrido lejos, emocionan. Será quizás porque todo ese ingenuo escenario en que se movió nuestra niñez ha sido y será solamente nuestro; como eran nuestras las piedras, la mata de pasto, el trino de las aves, el cielo costero, las mágicas siestas…



Quise encontrar antiguas alegrías.

El casto cielo de la dulce infancia.

Y desande en mi alma la distancia

junto al niño feliz de aquellos días.

El sol. El río. La misma armonía.

Los espinillos de fresca fragancia.

Aquel monte de verde exuberancia,

¡oh viejo corazón... cómo latías!

Los recuerdos el paisaje habitaron.

Anidaron en mi alma y se quedaron,

fueron la llama en mi apagada hoguera.

Y así descubrí que aunque sea hombre,

si tengo una ternura que me asombre,

el niño irá conmigo hasta que muera.



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