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jueves, 12 de agosto de 2010

EL DÍA EN QUE CORTARON EL ÁRBOL

Yo era el menor de los seis hermanos. Tenía diez años cuando la mayor, Teresa, se puso de novia y mi padre le ofreció como regalo de bodas un departamentito que haría construir para la futura pareja en el fondo de la casa. Pero, para eso, había que cortar un árbol.

Y si, había que cortarlo, era muy natural que lo cortaran: la vivienda para una nueva familia es muchísimo más importante que un árbol. Mi padre lo decidió de esa manera, y estuvieron de acuerdo con él todas las personas mayores, porque -al fin y al cabo-
un árbol no es nada más que eso: un árbol.

Un árbol no es nada más que un árbol para una muchacha ilusionada que está por casarse. Para su novio y para los padres que quieren ayudarlos. Pero para un niño de diez años, un árbol puede ser un amigo.

Para mí, el árbol que hubo que cortar era en los días sofocantes de verano, la selva del Amazonas toda entera en la que ocurrían mis más peligrosas aventuras de explorador en proyecto. Era el lugar donde me sentía el “Tarzán” de las películas. Era, en la tormenta, el castillo abandonado en cuya torre más alta me parapetaba para ahuyentar a los fantasmas del miedo. Era el regazo en el que me apoyaba para llorar mis penas cuando mamá estaba demasiado atareada para comprenderme. Era el cómplice que se enteraba antes que nadie si el maestro me había puesto una mala nota en el cuaderno. Era la historia de los cuarenta años que la naturaleza había tardado en construirlo.

Cuando llegaron los hombres que iban a cortarlo, yo me encerré en mi cuarto. Me sentía muy débil para verlo caer, pero después me dio pena y vergüenza de dejarlo solo en el momento de su muerte y me animé a salir de casa. No puedo explicar lo que sentí; no puedo.

Pero después, y siempre, y toda mi vida hasta ahora, cada vez que el deber me impone un sacrificio, cada vez que el deber me impone un sacrificio, cada vez que me siento morir ante un dolor más grande que mis fuerzas, pienso que si sobreviví el día que cortaron a mi árbol, podré sobrevivir una vez más. El ser humano tiene la milagrosa reserva de entereza; lo descubrí aquel día en que hubo que cortar el árbol.

De pie. Imponente.
Con su verde incierto.
Canturrear de hojas
quebrando el silencio.

Dueño de la casa.
Centinela eterno.
Refugio de nidos
con su cara al viento.

Cuando estremecían
los soles de enero,
se ofrecía en sombras
y era mi sosiego.
Y un día la muerte
llegó en forma de hombre,
sus manos cargaban
serruchos enormes.

Dijeron la obra
es muy importante,
cortemos el árbol
que alguien otro plante.

Hoy miro azorado
como llora el viento,
por las cicatrices
de aquél árbol muerto.

Mis viejos amigos
lloran su partida,
buscan sin consuelo
la sombra perdida.

Y aunque alguien diga
que nada ha pasado,
hay un árbol muerto
y un trino callado.

Concierto de grises.
un cielo desierto.
y un nido sin voces
el amigo ha muerto.

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